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  1. Apr 2018
    1. Iniciativa:

      La disolución fue una facultad que ostentaban algunos monarcas del Antiguo Régimen y que utilizaban como medio de deshacerse de un Parlamento hostil, como ocurrió en Inglaterra.

       Con el Estado constitucional la disolución del Parlamento pierde ese carácter y se transforma en un instrumento de regular conflictos entre el poder Legislativo y el Ejecutivo. La exigencia de responsabilidad política del segundo por el primero adquiere un contrapeso en esta facultad de disolver el Parlamento. La disolución se presenta como un arma de que dispone el Gobierno en sus relaciones con las Cámaras y con la que puede contrarrestar la influencia de estas últimas. Esta medida gubernamental pende como una amenaza sobre el Parlamento: la mayoría parlamentaria sabe que en caso de denegar la confianza al Gobierno y provocar su caída éste puede replicar disolviendo las Cámaras y convocando nuevas elecciones, en las que esos parlamentarios tendrán que afrontar el riesgo de perder su escaño.
      
       En definitiva, ya no es un procedimiento para poner sordina a la representación popular sino para hacer que sea precisamente el pueblo quien dirima el conflicto surgido entre el brazo Legislativo y el Ejecutivo: las elecciones confirmarán al Gobierno, si resulta una nueva mayoría afín, o provocarán su sustitución, en caso contrario.
      
    2. DISOLUCIÓN ANTICIPADADE LAS CÁMARAS

      La disolución del Parlamento no es otra cosa que la decisión por la que se pone fin anticipado a este órgano representativo, decayendo, en teoría, todos sus procedimientos, facultades y prerrogativas, si bien no podemos olvidar la existencia de órganos que velan por los poderes del Parlamento, disuelto éste. En vez de concluir al expirar el período por el que fue elegido, la disolución supone anticipar este momento.

       Pero este fin adelantado va aparejado a la elección de un nuevo Parlamento, ya que en otro caso implicaría la abolición pura y simple de la institución y la propia existencia del Estado democrático. Desde este punto de vista debería hablarse de la disolución de un Parlamento más que de la disolución del Parlamento.
      
       Esta decisión de disolver suele corresponder al Gobierno. Aunque en algunos países se conoce la autodisolución o disolución decretada por el propio Parlamento, la realidad es que se trata de un supuesto excepcional (caso de los Länder alemanes, pero no de la Asamblea federal). Allí donde se conoce esta facultad, la misma constituye un atributo de poder Ejecutivo en la práctica totalidad de Estados.
      
    3. Límites

      Órgano decisorio de la disolución

       En todos los casos es el Rey quien decreta formalmente la disolución, de conformidad con lo previsto en el artículo 62.b CE (Corresponde al Rey... convocar y disolver las Cortes Generales). Por eso, la disolución aparece publicada en el BOE como real decreto.
      
       Con ello se sigue la regla general del Derecho comparado y de nuestro Derecho histórico. Sin embargo, la actuación del Rey es en todos los casos obligada. En los primero casos (disolución automática) la decisión le viene impuesta por la propia Constitución. Se trata, por lo demás, de unas situaciones fácilmente verificables en la realidad. En los segundos (disolución voluntaria) quien decide realmente es el Presidente del Gobierno. Nótese que el artículo 115 utiliza un tono imperativo para referirse a la actuación del monarca: "El Presidente del Gobierno... podrá proponer la disolución... que será decretada por el Rey".
      
       Por tanto, ni el Rey puede decidir por sí mismo la disolución ni negarse a firmar el decreto de disolución cuando sea requerido para ello por el Presidente del Gobierno o por el Presidente del Congreso de los Diputados. Las facultades formales que el artículo 62.b CE reconoce al Rey deben entenderse necesariamente en relación con lo dispuesto en los artículos 99.5 y 115.1 CE, de los que se deduce sin ambigüedad que se encuentra en una situación de estricta vinculación.
      
       La impresión anterior ha sido corroborada por el artículo 2.2 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, en la medida que atribuye al Presidente del Gobierno la facultad de proponer al Rey, previa deliberación del Consejo de Ministros, la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales.
      
       La intervención del Consejo de Ministros es preceptiva pero no vinculante, es a efectos de ser oído pero sin capacidad decisoria. El Presidente del Gobierno, en concordancia con el liderazgo que le reserva la Constitución, está legitimado para decidir por sí mismo, sin tener que sujetarse al criterio de los restantes miembros de su gabinete. Por eso en todas las disoluciones de este tipo producidas se ha hecho constar el carácter simplemente deliberativo del Consejo de Ministros.